Reflexiones sobre la Emigración: Sueños y Realidad
Publicado en diario El Tiempo Latino
Como padres hemos soñado futuros para nuestros hijos, pero no nos habíamos dado cuenta de que esos sueños estaban sostenidos por un fino tejido invisible de elementos que dábamos por sentados. Allí se tramaban los componentes que hacen al “estilo de vida”, a los valores que colorean la actividad cotidiana. Eso que le da sentido a la vida y a los sueños. Un buen día, ese pequeño pie que comienza a dar sus primeros pasos, no sólo atraviesa una puerta, sino que en virtud de extenderse más allá, agujerea la trama . El desgarro y el dolor nos hacen tomar conciencia de aquellas pequeñas grandes cosas que dábamos por sentadas. El aventurado deambulador ha pisado terreno virgen, uno que no tiene las marcas de sus padres ni de la historia de sus antepasados, en países lejanos, más lejanos por sus costumbres que por su geografía. Cambia el folklore, cambia el idioma, y las primeras palabras en inglés marcan un acento extranjero al idioma materno. Este disloque modifica irreversiblemente la textura de la trama que envuelve a la familia, y su futuro dependerá en gran parte de los recursos que sus miembros posean para integrar y aceptar las diferencias. La adaptación del niño a su nuevo ambiente se ve atravesada, no solamente por los obstáculos normales que deberá sortear por sí solo para crecer, sino por el definitivo desgarro de esa trama invisible que ha afectado el sentido de continuidad existencial de los padres. Cuando los niños naturalmente asumen otra sede para la historia, otro idioma y otra bandera, el desafío que abre las compuertas de lo desconocido se hace realidad tangible. Ya no hay libreto pre-establecido históricamente, sino hoja en blanco y una imperiosa necesidad de volver a soñar sueños “retocados”, para que puedan servir de norte bajo el nuevo cielo. La tarea es difícil, pero no imposible, y es mucho lo que hay para ganar.
Si bien nuestros hijos absorben nuestras añoranzas y angustias de emigrantes, aprenden si se les ofrece la oportunidad, a construir las naves que les permitirán navegar con éxito las dificultades y aventurarse a lo desconocido. Los hijos heredan la confianza de los padres en el arte de sobrevivir y aprenden que no importa cuán grande sea el obstáculo, siempre hay una salida. Con la madurez, la vergüenza por las diferencias se torna en una visón enriquecida del mundo, en acervo personal, punta de lanza para insertarse en el mundo de los adultos, cada vez mas globalizado.
Cierto es que la ilusión de guiar a nuestros hijos de la mano, recorriendo los escalones de la escolaridad y presentándoles didácticamente nuestro mundo cotidiano, ha tenido que sufrir una gran transformación; pero nuestro lugar de padres sigue intacto aunque jugar nuestro rol requerirá de la máxima creatividad. Es imprescindible resaltar la característica inédita de la experiencia, porque la aplicación automática de parámetros de conducta importados de otras culturas, resulta la mayor parte de las veces en fracasos adaptativos. A veces, por temor a lo desconocido, forzamos la adaptación de nuestros hijos a una cultura que no existe en el lugar que ellos habitan, o que sólo puede encontrarse en ambientes confinados a estructuras de ghetos. En estos casos, si los padres triunfan, el niño será un “desadaptado”, ya sea porque no podrá transitar con seguridad el territorio mas amplio de la comunidad en la que vive, o porque los albores de la adolescencia lo pondrán en riesgo de rebeldías extremas. En la mayoría de los casos, especialmente en la comunidad hispana, la “americanización” de la familia constituye uno de los mayores temores. Para defenderse del peligro, es habitual que los padres levanten fortalezas alrededor de sus hogares, pretendiendo evitar lo inevitable. El temor que a veces es pánico nos hace olvidar que nuestro amor por la familia ha sido absorbido naturalmente, sin presiones, como “esas cosas de la vida” y así debe seguir siendo y será, en la medida que nuestro patrimonio cultural no se transforme en una cárcel asfixiante, que convierta a los hijos en prisioneros de lo que “ya nunca será” porque “ya fue”. Solo aceptando el duelo por lo que ya no ha de ser podremos abrir las puertas a la Vida y las oportunidades que ella nos brinda, a nosotros, a nuestros hijos y a los sueños. En el fondo, como decía Winnicott “no hay creación sin nostalgia”