Parece, parece, pero no parece
Reflexiones sobre la vida en otro lugar
Esta es la historia de una emigración. Resulta casi imposible consignar dónde comienza. Puede ser que hubiera estado escrita en mi destino aún antes de mi nacimiento, tallada en los genes de emigrantes de mis abuelos. Particularmente los de Eva, mi abuela materna, porque desde su mirada vislumbré las distancias oceánicas que no sólo separan continentes, sino vidas con historias.
¡¿Quién hubiera dicho que mi vida podría tornarse en metáfora enriquecida de mis antepasados?! Doce horas de vuelo fue lo que tardó la metamorfosis
que habría de tornarme extranjera. Fue como haber cambiado tiempo y espacio. “¿Por qué llorabas el otro día?” preguntó mi hija de dos años, durante muchísimos meses después de la llegada, clavando sus enormes ojos en los míos. “El otro día”, quería decir aquél día en el aeropuerto, durante la despedida. Yo sabía que no era necesario preguntarle cuándo, su pregunta atemporal era un claro reflejo de mi disloque existencial. Sus ojos inquisidores de sentido tal vez hayan aprehendido en mi mirada esos océanos de distancia que Eva guardó en mi alma. Las últimas palabras que escuché antes de transformarme en extranjera fueron las de mi abuela: “yo quiero volver a verla”. Y más allá de la inexorable alusión a la muerte y a su pérdida progresiva de la vista , esta frase rebalsa hoy, mientras escribo, sus múltiples significados.
Mi abuela Eva ya no volvió a ver a su madre. Yo sí sabía que volvería a ver a mis seres queridos, pero lo que no podía anticipar era que yo ya no sería la misma.
Para mí vivir en “otro lugar” es por momentos ser un personaje en el sueño de otro, un otro desconsiderado por mi historia familiar y las distancias ancestrales. Cómo hacer para que el sueño de otro al que uno rechaza se transforme en nuestro propio sueño? Esta es seguramente la historia oculta en los derroteros de todo aquél que emigra. Echar raíces en otro lugar, cuando uno ya no es mas semilla, implica, en mayor o menor medida, vivir desarraigado.
Impacto del traslado sobre la identidad
“Parece, parece pero no parece” decía Paula cuando apenas tenía tres años. Su frase y su timing fueron tan elocuentes que quedaron grabados para siempre en el vocabulario familiar. Ocurrió en ocasión de sentarnos a almorzar un sábado por la tarde, unos seis meses después de haber llegado a los Estados Unidos. Ese fue el tiempo que me llevó aprender a hacer una milanesa estadounidense. Aunque parezca un absurdo, una milanesa estadounidense requiere más ingredientes que “carne para milanesa”, huevos y pan rallado. Primero hay que saber cuál es un corte apropiado, luego hay que tener el vocabulario adecuado para pedirle al carnicero que las corte, y saber qué analogía sugerirle ya que la palabra milanesa no existe, ni tiene traducción. Además es necesario saber medidas y sus fracciones para indicarle el espesor, en un país que no reconoce el centímetro como unidad. Superado este paso, hay que averiguar cómo se dice pan rallado, cosa que, por supuesto, no existe como tal en el diccionario, y averiguado esto, preguntar dónde encontrarlo en el supermercado y entender las indicaciones.
Cuando por fin puse las milanesas en la mesa, era como una fiesta de graduación coronada por la fresca alegría de mis hijas pequeñas pero ya con suficiente experiencia de milanesas. Además, las acompañé con papas fritas y huevos fritos, como corresponde. Una vez en la mesa, tratando de capturar la emoción del instante dije: “Milanesas, papas fritas, huevos fritos, parece Buenos Aires”. En respuesta a esto Paula, con su mirada profunda y ojos resplandecientes, agregó: “Parece, parece, pero no parece”.
Parece, parece que Paula equivocó su fórmula para decir lo que quería expresar, pero no parece…
Este ejemplo familiar en su casi cotidianeidad, ilustra el cambio de escena que acontece a raíz de la mudanza. Todo parece ser igual, pero el ambiente de amparo que sostiene la continuidad existencial ha sufrido un desgarro. Esta nueva trama destramada que trauma, también abre una ventana de nuevas oportunidades. El éxito o el fracaso del proceso adaptativo dependerá, en gran medida, de la toma de conciencia de esta ruptura. Esta no siempre es aparente; a menudo los nuevos emigrantes, siguen actuando como si nada hubiera pasado y se sorprenden cuando los efectos de la ruptura aparecen en forma de síntomas tanto emocionales como somáticos. Es que un árbol es un árbol, una casa es una casa y un televisor es un televisor aunque hable en inglés. Pero la coherencia existencial que amalgama es la que ha sufrido el impacto, y a raíz de ello, los nuevos objetos y las nuevas relaciones, parecen ser lo mismo, pero no lo parecen. Esta frase captura en sí la sensación de confusión y su consecuente ansiedad. Uno no tiene la certeza total de la diferencia, pero experimenta una sensación extraña: esa es la sensación del extranjero.
No hay creación sin nostalgia.
“Cuando la coincidencia se rompe, ya no se encuentra, se re-encuentra, no hay creación sin nostalgia.”
Winnicott habla de la “madre-ambiente” y por ella entiende la función materna que provee al bebé la sensación de continuidad existencial. A esta idea, Bollas agrega la noción de que la madre es menos significativa e identificable como un objeto que como un proceso, es decir se la identifica con las experiencias de transformación tanto internas como externas. En este contexto, Bollas habla de los objetos que denomina transformacionales.
Un objeto transformacional es vivenciado por el infante como proceso que modifica la experiencia de sí mismo. La madre con su idioma de cuidado, transmite al bebé su primera estética. El placer que deriva del confort de sentirse amparado por un poema así como por un detalle del ambiente, reposa en aquellos momentos en que la madre, mediante la expresión estética de su cuidado, daba forma al mundo interno del bebé. El nuevo individuo, a medida que crece, al igual que el artista, que crea sus propios momentos estéticos y descubre equivalencias simbólicas para expresar su propio ser, también va creando su propio espacio de amparo, su propia red. Una red que, hilando los elementos del ambiente, cautiva y recrea la experiencia de sostén no hablada. El espacio de amparo guarda en su trama los moldes que sostienen la simetría entre la experiencia interna y el mundo externo. En la vida cotidiana, esta red pasa inadvertida, al igual que la percepción del perfume al que estamos acostumbrados, y sólo se nota cuando se rompe o cuando ya no contamos en el ambiente con los materiales necesarios para facilitar su mantenimiento.
Agujeros, zurcidos y bordados
La emigración disloca la simetría de la textura del medio como expresión de la memoria existencial pre-verbal. Este fenómeno produce efectos interesantes que podrían clasificarse en tres categorías:
1. Lo que ya no puede repararse y queda como agujeros en la trama.
2. Lo que queda zurcido, con mejor o menor calidad.
3. Lo que es un producto inédito y creativo, que, sin taponar lo que falta, permite la expresión eficaz y creativa del self.
Veamos a continuación cómo se manifiestan estas tres categorías.
En lo que respecta a los agujeros, nadie se salva. Los agujeros, sepulcros de aspectos del self, dan cuenta del vaciado y pérdida que la emigración produce. Son aspectos que tal vez jamás cicatricen, porque un gesto que nos expresa auténticamente queda vacío cuando ya nadie lo reconoce como expresión. Tomar conciencia de esta situación y poder elaborar la pérdida es no solamente una parte fundamental del proceso de duelo, sino indispensable para trascender el estado de alienación que amenaza cuando el entorno no nos capta. Cabe destacar que no es solamente el lenguaje verbal el que cambia, sino la estética de la comunicación, que está especialmente signada por la comunicación no verbal. El primero se soluciona con el diccionario; la segunda, a partir de poner el cuerpo, con lo cual el self queda siempre sumamente expuesto.
Los zurcidos tienen que ver con encontrar los medios para seguir siendo lo que uno era y crear un nuevo entorno. En mi caso, por ejemplo, volver a ser lo que era significó, entre otras cosas, recuperar mi identidad profesional. Por ello me vi obligada a volver a estudiar, de modo de obtener una licencia, que me habilitara para desarrollar mi vocación dentro de las posibilidades del nuevo ambiente. Más que un zurcido podría considerarlo una sutura que llevé a cabo con dolor. Recuerdo que en una de las reuniones en las que discutía con las autoridades de la escuela mi currículum académico, ellos insistían en que “debían hacerme un lavado de cerebro” porque, dado que mi formación era de psicóloga, se imponía hacerme pensar como social worker. Teniendo en cuenta que mi intención era volver a ser lo que era, el panorama se veía turbio, ya que yo no estaba dispuesta a permitir que borraran ni una línea de mi historia profesional apoyada en vínculos personales que han sido fundantes de mi propia identidad. Finalmente, aprendí a jugar el juego y el esfuerzo tuvo su recompensa cuando obtuve mi nueva licencia. Sin embargo, a pesar de la violencia de la pretensión de hacer de mí lo que no era, con el tiempo, pude darme cuenta de los obstáculos que se presentan cuando uno como terapeuta no refleja la idiosincrasia de los que lo rodean. Este obstáculo es sorteable sólo cuando no constituye un punto ciego. En estos casos uno tiene la oportunidad de remontar la dificultad puenteando la distancia en forma creativa.
La forma creativa, el bordado capaz de reflejar el self, es la tercera categoría, la del procesamiento de la ruptura de la trama. Poder encontrar las semejanzas en las diferencias y las diferencias en las semejanzas y al mismo tiempo sorprenderse frente a lo inédito. Volviendo al ejemplo del quehacer profesional, uno siempre es un extranjero en el mundo interno del paciente, pero el paciente también lo es respecto de sí mismo, sólo que no lo sabe. Cuando lo descubre, se establece la alianza terapéutica. Extranjero entre extranjeros ya no es tan extraño; esta asociación permite la creación de tramas interesantes y llenas de sentido. Para mí este insight ha sido una verdadera revelación, que trasciende cualquier “zurcido”. Capitaliza la experiencia y la transforma en un nuevo instrumento.
Las vicisitudes del nuevo idioma
Ya vimos cómo, de acuerdo con Bollas, el estilo con que la madre transforma el existir del infante, constituye la primera estética humana. La adquisición del lenguaje, “el hallazgo de la palabra para decir”, constituye, para este autor, la segunda estética.
El idioma, y más allá de las palabras, la forma de decir es, sin duda, un elemento fundamental del espacio de amparo. La emigración, en su disloque, disuelve la soldadura entre la palabra y el objeto que intenta definir, y el aprendizaje y la utilización del nuevo idioma también puede clasificarse siguiendo las tres categorías mencionadas anteriormente.
1. Si hablamos de agujeros en la trama, “para muestra sobra el botón” del acento. La música con la que uno habla, denunciándose extranjero. Luego también están esas palabras que no tienen traducción y que al no contar con ellas, hacen que el discurso se presente agujereado.
2. En cuanto a los zurcidos, para realizarlos, más que aguja, se necesita un diccionario. Más allá de la urgencia en la necesidad de aprender para manejarse en la vida cotidiana, este aprendizaje instrumental del idioma no es muy diferente del aprendizaje de un idioma extranjero en el país de origen. Las palabras en este caso tienen un valor utilitario que permite controlar o manipular el mundo externo. Pero ese mismo idioma en el país correspondiente excede el valor instrumental: ofrece la oportunidad de ponerle nombre a otros aspectos, “sabidos pero no pensados” que hasta ese momento no habían tenido expresión. O sea, que no se trata solamente de la traducción o del aprendizaje de nuevos conceptos, sino de un modo de decir. El nuevo lenguaje también es como una red de pesca que se sumerge en las profundidades de nuestro inconsciente y trae nuevos contenidos a la superficie de nuestra conciencia. Como consecuencia de este movimiento, las palabras, en ambos idiomas, adquieren agilidad y capacidad metafórica. El Oxford Dictionary explica que la metáfora es el recurso más importante del lenguaje literario y el medio principal por el cual el uso ordinario de una palabra aumenta su espectro de significación. La ruptura de la literalidad abre una nueva gama de posibilidades donde la expresión en palabras tendrá efectos sobre el self y la estética personal.
Un ejemplo clínico ayudará a ilustrar este aspecto. Diana recordaba en una sesión cómo su padre la calificaba de mala, frente a cierta actitudes que asumía en legítima defensa. Diana incorporó esta calificación como parte de su propia imagen. En una ocasión, se sorprendió cuando, hablando con una amiga norteamericana y describiendo su persona, le dijo en inglés, “I am a bad person”. Diana carecía de la palabra “mean”, que habría traducido mejor la idea, pero la traducción literal de “bad person”, tampoco reflejaba ese aspecto de su persona, ya que, sin duda, no se consideraba “una mala persona.” (como se interpretaría en el contexto del castellano de Argentina). Frente a este desconcierto, el aporte de su amiga funcionó casi como interpretación cuando respondió, en inglés, “I don’t think you are a bad person” (Yo no pienso que seas una mala persona) y agregó, también en inglés: “En realidad sos una de las mejores personas que conozco”. Durante la sesión y jugando un poco con las palabras y sus traducciones, introduzco la palabra “mean”. Diana responde que para ella, “mean” es más que mala, malísima y alude al personaje de Disney, Cruela Devil, de la película “Los 101 dálmatas”. Tras haber contado esta historia en su análisis, Diana se liberó totalmente del peso de su “maldad”, que dejó de ser un componente en la descripción de su propia imagen.
La metáfora implica un traslado de significado. Ulloa define aforísticamente la metáfora como “lo mismo en otro lugar”. Uno mismo en otro lugar, adquiere características metafóricas. Uno parece parece, pero no parece, sin embargo es.
Volver a enamorarse
“Lo que duele es amar de nuevo” dice Rodrigué. Cuando las tempranas memorias del yo son identificadas con un objeto, nos sentimos cautivados. Ese estado, que tiene la capacidad de captar un instante, tiene lugar tanto en la contemplación del hecho estético, como en el amor. Ese perfume que evoca al ser amado, como la brisa que reactualiza un recuerdo infantil, esas pequeñas cosas por las que vale la pena vivir, tienen la habilidad de sorprendernos a la vuelta de la esquina y embriagarnos con la placentera sensación de seguir siendo nosotros mismos. Algo curioso ocurre cuando la vida ya ha transcurrido con historia en otro lugar, y es que eso familiar, eso que nos da el amparo, “parece, parece pero no parece”. Esto nuevo que amamos no es lo que perdimos, y nos invade una dulce tristeza. ¿Si la transformación de lo conocido en extraño de acuerdo a Freud, se llama siniestro (a menudo el punto de partida de la emigración), la transformación de lo desconocido en familiar se llamará añoranza?