Entre dos orillas, un mar de fondo

Trabajo presentado en APDEBA (Octubre 2002)

En esta presentación me propongo invitarlos a recorrer ciertas asociaciones “casi libres” de mi propia experiencia como psicoterapeuta-emigrante, para así acercarnos a comprender las distancias que arriman dos orillas. La orilla de los que se van, la orilla de los que se quedan y las corrientes subterráneas que animan un mar de fondo.

En esta cadena asociativa, el primer eslabón lo constituye un encuentro sobre emigración que tuvo lugar hace dos años en Nueva York. Este meeting tenía su sede en N.Y, pero curiosamente estaba organizado por una agrupación argentina con sede en Buenos Aires, casi exclusivamente para argentinos. Viviendo en Washington y siendo argentina, el meeting y su geografía era totalmente congruentes con mi identidad, nunca del todo condensada, de emigrante. Pero, ¿y ellos? ¿Los organizadores? ¿Los otros participantes? ¿Qué los motivaba? Por qué el esfuerzo para trasladar la sede natural a un territorio extranjero? Así fue como nos encontramos, ellos y nosotros. Los argentinos con residencia en Buenos Aires, transportados para la ocasión, y los argentinos, más algún otro hispanoparlante, residentes en los Estados Unidos. Se mezclaba lo estrafalario con lo sofisticado y hasta se podría decir que no faltaban elementos grotescos. Sin ir más lejos, organizar un encuentro en febrero -mes de vacaciones en el hemisferio psicoanalítico del sur, en el apogeo del invierno del hemisferio norte- desafía el sentido común de cualquier local, ya sea de origen nacional o “importado”, dado que las probabilidades de mal tiempo, incluyendo tormentas de nieve, constituyen un alto riesgo para cualquier evento. Y en esta oportunidad, no faltó la nieve, ni los aeropuertos cerrados, ni los accidentes en la autopista. Yo misma no podía decidirme a enfrentar las cinco horas de travesía , y sólo luego de controlar el termómetro, escuchar el pronóstico y las condiciones de la ruta, inicié el viaje varias horas más tarde de lo programado. Para mis colegas argentinos, la nieve era un dato turístico más, motivo de cierta excitación aun a pesar de las ausencias que el fenómeno climático había causado. Ya desde el revuelo en el hall donde se llevaban a cabo las inscripciones, las voces en español con música de Buenos Aires, me envolvían con calorcito de bufanda en esa tarde tan fría de nieve incrustada. Los visitantes pagaban en pesos, los locales lo hacíamos en dólares. Los visitantes eran mayoría, los locales no pasábamos de la docena. El ambiente era familiar y extraño al mismo tiempo. Una parte mía se mezclaba entre los iguales, pero había otra que, no sólo no se mezclaba, sino que se sentía aceite en el agua. Anoté un signo de interrogación frente a mi extrañamiento, y a lo largo del evento, fui agregando desconciertos . Me acordé de un juego de cuando era chica en donde había que marcar en el dibujo de una escena los detalles que no pertenecían a ella.
¿Por qué estos argentinos, que no son emigrantes, viajan al extranjero, del verano al invierno, para hablar entre ellos, sobre el tema de la emigración? Frente a esta pregunta me quedaba claro que yo estaba fuera de la ecuación, igual que mis colegas locales, para quienes, en cierto modo, reunirse en N.Y para hablar de un tema que hace a su propia esencia y a la de la población que asisten era un curso natural. Sin embargo, paradójicamente, la convocatoria no era nuestra, venía del exterior.
El escenario se iba perfilando con una puesta en escena sobre la que valía la pena reflexionar, aunque los pensamientos no se apuraran por manifestarse, cosa que me producía un cierto malestar. Al poco tiempo de iniciarse las jornadas, los locales comenzamos a agruparnos y pronto ocupamos una misma fila de butacas. Imagino que si alguien hubiera estado mirando desde atrás del salón, habría percibido la danza de cabezas de los locales, asintiendo o negando a un tiempo. Y si tal observador imaginario hubiera estado dotado de sensibilidad clínica, se habría percatado de las emociones que, como relámpagos, atravesaban el salón por esa misma fila.
Sí: aun a pesar de la camaradería, del idioma común y de la nacionalidad de origen, se había configurado un “nosotros” y un “ellos”. Nosotros, los emigrantes; ellos, los que nunca se habían ido; en un punto, las diferencias eran infranqueables y eso era penoso. ¿Cuáles eran esas diferencias? Entonces no lo sabía, aunque sí sabía que no era la primera vez que experimentaba esa sensación. “Tenemos que pensar en esto”, le dije a una colega local, porque intuía la calidad sintomática de ese escenario y la importancia de descifrar su sentido.
Tal vez un dato importante haya sido que nosotros, los locales, esperábamos reconocimiento. Finalmente, no sólo encarnábamos al emigrante sino que, como profesionales de la salud mental, nos habíamos visto obligados a sufrir la experiencia en carne propia, procesarla y volver a digerirla una y otra vez con nuestros pacientes. Pero los otros, los visitantes, con su convocatoria, habían monopolizado el conocimiento, se habían “apoderado” de un tema que era nuestro, y nosotros, los locales, experimentábamos los efectos de la “expropiación” ¡Ellos hablaban de nosotros y sabían más de nosotros que nosotros mismos! Era verdaderamente exasperante, y había qué ver con qué vehemencia nosotros los locales nos apoyábamos en nuestra críticas hacia ellos. Creo que el elemento más desbordante, y ahora la punta de mi madeja de pensamiento, pasó por un comentario respecto de la supuesta idealización que hace el emigrante de su nuevo “país-destino”. Creo que en nuestra fila de locales, en un instante silencioso, compartimos la emoción del recuerdo de nuestro comienzos en el camino de lo que sin duda todos percibíamos como destierro. ¿Acaso sacar la mano del fuego implica idealizar la “no-quemadura”? ¿Hablaban tal vez de la idealización del que se queda, respecto del destino del que se va? ¿Sería esa una formulación desvalorizadora del que elige lanzarse al exilio antes de renunciar por completo a una vida vivible? Nos sentíamos abarcados en un marco que no hacía justicia a nuestros derroteros.
Elegir la vida no es sinónimo de idealizar el destierro. “Se elige vivir, no la geografía”, fue el consenso de los locales. Elegir la vida nunca es fácil, aunque a veces no se note. Los visitantes escucharon. Y entonces, nosotros pudimos escuchar también.

Continúo asociando, en busca de una respuesta a las interrogantes anotadas. Me impulsa mi necesidad de entender eso que parece un malentendido entre los que se van y los que se quedan y tratar de curar mi malestar. Enhebro así con mi llegada a USA.
Mi llegada a USA, diecinueve años atrás, coincidió con una de las tantas sequías que azotaran Etiopía. Me acuerdo de esta, porque mi hija, que por entonces tenía cinco años, al volver de la escuela, luego de haber transitado todas las vicisitudes de un niño recién llegado que no habla el idioma, preguntaba con visible ansiedad si ya había llovido en Etiopía. Su pregunta me dejaba perpleja, no menos que los pensamientos que me suscitaba y que por cierto no podía compartir. En parte me conmovía la solidaridad de mi hija pequeñita, seguramente captada desde nuestro propio desamparo y falta de suministro. Pero además me producía desasosiego una frase que se repetía como estribillo en la profundidad de mi silencio: “¿Quién dice que no se tienen que morir los etíopes?” Trataba de imaginarme cómo procesarían los mismos etíopes su destino seco. Claro que no les deseaba la muerte y, si mi danza hubiera ayudado a la lluvia, habría salido a danzar junto con mi hija solidaria. Pero la pregunta que me avergonzaba me atormentó desde entonces junto con la interrogante de su causalidad.
En ese momento, la pregunta resonaba con mi propia circunstancia. ¿Quién dice que hay que buscar la vida en otro lugar? ¿Quién dice que no hay que morirse de sed?
Los etíopes cursaron su sequía y yo la mía. Hubo pena, sufrimientos, logros, derrotas, pérdidas y encuentros. Mucho trabajo, poca agua.

Un nuevo eslabón
Volví de visita a Buenos Aires con necesidad de ser escuchada y reconocida en mis esfuerzos por remontar el dolor de la partida y rearmar una vida vivible . Quería contar el cambio descomunal y desmesurado que había sacudido mis cimientos, necesitaba el reconocimiento de mis conocidos significativos, no tanto como aceptación, sino como medida. ¿Era yo quien percibía molinos de viento en mi cotidianeidad, o era la realidad que se presentaba arremolinada? En cambio, a menudo obtenía respuestas tales como “No te creas, porque aquí las cosas cambiaron tanto desde que te fuiste…” Y era cierto, y lo sigue siendo tal vez cada vez más, pero a mi modo de ver y sentir, las vivencias eran cualitativamente incomparables. Entonces, mi sensación de desamparo se hacía aún mayor por la falta de reconocimiento de la dimensión de la diferencia; tal vez debería decir de la dimensión del trauma .
¿Cómo calificar esa diferencia, cómo hacerla tangible, explicable, no sólo para los otros sino para mí misma?

Pienso. Emigrar implica volver a crear un espacio de amparo sin hoja de ruta. Si fuéramos pájaros migrantes, sólo deberíamos dejarnos llevar por nuestros instintos y juntar las ramitas apropiadas para formar nuestro nuevo nido, pero nosotros, los humanos necesitamos más que techo y comida, pero carecemos del conocimiento consciente de los elementos necesarios para recrear un espacio de amparo. Sólo frente a su pérdida comenzamos a intuir, si tenemos la capacidad, algunos de los elementos necesarios. He dedicado mucho tiempo, trabajo y pensamiento a este tema, ya que fue condición de sobrevivencia primero y herramienta de trabajo después. Sin embargo, recién ahora, y siguiendo esta línea asociativa que he compartido con ustedes, y tal vez por tenerlos a ustedes como interlocutores, me ha permitido descubrir un elemento fundamental del espacio de amparo que hasta ahora no había logrado inteligir y que da respuesta a mi odiosa pregunta de los etíopes.
Cuando uno emigra se “descuelga” del destino común que hasta entonces compartiera con sus correligionarios, encarnados en familiares, amigos, amores, olores, las calles y hasta las baldosas.

Entonces, ellos, los visitantes, en este momento ustedes que son locales, conforman para nosotros, los que nos fuimos, el grupo de los que siguen compartiendo para bien o para mal y más allá del bien y del mal, un mismo destino que marca pertenencia. Y el sentimiento de pertenencia es esencial al espacio de amparo. Los etíopes compartían un destino de sequía; los argentinos, un destino argentino; y los emigrantes, no sólo deben inventarse un nuevo destino sino que deben cargar y finalmente elaborar el terrible dolor y culpa por haberse “descolgado” de ese destino humano del que formaban parte.
En este sentido, emigrar es inevitablemente una transgresión, es subvertir el mandato del destino común y eso tiene consecuencias, tanto para el que se va como para el que se queda. Y es este “destino transgredido” la sustancia que se interpone entre ustedes y yo, entre los locales y los visitantes, entre los que se van y los que se quedan. Así están: los que se sienten expulsados, y los expulsores, los abandonantes y los abandonados, los traidores y los traicionados y las tinturas emocionales colorean los intercambios.
El que parte rompe la matriz que lo envuelve y los efectos serán congruentes con su personalidad y su historia. Desde el triunfo maníaco, incluyendo la derogación y la negación envuelta en omnipotencia, al duelo melancólico, pasando por todos los matices intermedios. Y los que no parten siguen “com-partiendo” un destino que ahora también deliberadamente excluye al que se fue. No me animo a cometer el error de saber más respecto de los que se quedan que “los que se quedan”. Por eso sólo puedo hacer inferencias “contratransferenciales” por llamarlas de alguna manera. Entonces, esa interpretación respecto de la idealización del nuevo país, más allá de la pertinencia en algunos casos (y además es posible que hoy sea así) exuda proyección. Me parece que quien se queda tiene que hacerse cargo inevitablemente, y sin poder elegir, del agujero que dejó el que se ha ido. Agujero que es pérdida, pero a la vez denuncia de las condiciones que iniciaron el movimiento. El que se queda tiene que enfrentarse a la evidencia de que existen aquellos que “eligen” cambiar el destino predestinado. Si alguien “elige” irse quiere decir que otros “eligen” quedarse y cada quien tiene que vivir con su elección. El que se queda mira desde la otra orilla, y a veces le parece que el pasto es más verde del otro lado del río, entonces idealiza tanto como envidia a quien se anima a subvertir el destino colectivo. No es menos cierto que quien se ha ido, también idealiza y envidia a quienes, a pesar de todo, siguen compartiendo un destino.

Estar hoy aquí presente, frente a ustedes, abre para mí la esperanza de fundar un puente entre ambas orillas. He perseguido dos objetivos: uno, dar cuenta de algunos obstáculos y tensiones, inherentes y pertinentes al tema; y otro, compartir con ustedes un insight muy significativo para mí, que vino a cuenta de procesar estos mismos obstáculos. Espero que podamos seguir pensando juntos, de orilla a orilla, a través y a pesar del mar de fondo que nos agita.

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